martes, 10 de julio de 2018

Salir de Moscú


La calle Prospekt Mira dejó de albergarme en Moscú, me despedí con mucho afecto de los residentes de la Moishe House, lugar donde me hospedaron de onda durante todos estos días y me hicieron sentir con la calidez de un hogar en una ciudad tan lejana. Me pregunto tan lejana a qué ciudad, si a Beijing o a Buenos Aires, pero ese sería un tema de debate para otro momento.

Eran las 11 de la mañana y salí nomás, la bici estaba llena de bártulos, otra vez la pesadilla de llevar muchas más cosas de las que necesitaba y preguntarme entonces, por qué mis viajes no consisten en algo sencillo: una valija y una mochila, ir a un aeropuerto o a una terminal de trenes, subirme a un avión o a un coche moderno, llegar al punto de destino y listo. Pero no, ahí estaba, como siempre me pasa, arriba de la bicicleta. Porque la bicicleta es la aventura, es conocer lo que no está escrito, es inmiscuirse en otras realidades, las realidades que el turista no ve. Es así que salí con el objetivo de llegar a la ciudad de Smolenska, que está a unos 360 kilómetros de Moscú y para eso tenía pensado pedalear durante tres días. Decidí dar mi última vuelta por Moscú y grabarme en la retina aquellas maravillas arquitectónicas que seguramente volveré a ver, ojalá, dentro de muy poco tiempo.

Las ciudades tienen una fuerza magnética que te aprisionan, no dejan que te escapes de ellas con facilidad, estamos encerrados entre sus calles y escaparnos puede resultarnos algo agobiante. Moscú no fue la excepción y creo que comparándola con las otras urbes de las cuales he huido, la capital rusa fue sin dudas la peor.
Todo venía bien, a pesar de la cercanía con la que me pasaban los colectivos y camiones, hasta que una vez en el conurbano moscovita el mapa de Google me llevó a un camino sin salida… No fui austero con las puteadas y antes de resignarme a seguir, cambié la modalidad del mapa pasando de “a pie” a “en auto”. El nuevo mapa me llevaba por un sendero hermoso, poco tránsito y sin tantas pendientes, así estuve tranquilo por unos 5 kilómetros hasta que la alforja delantera se desprendió, era una caja de plástico que había atornillado yo mismo al manubrio de la bicicleta y que como era de esperar dada mi nula habilidad, la caja terminó rodando por el piso… Cabe destacar que aproveche la resistencia de esa caja para poner las cosas importantes, como la computadora, la cámara, el pasaporte, etc. Todo eso rodo por la ruta, por suerte cayó para el lado de la diminuta banquina, levanté la caja y con unas sogas la até resto del equipaje en la parte trasera de la bicicleta y continué el viaje.


La cosa empezaba a mejorar, el camino no se terminaba, la caja no se caía, pero… aparecieron las pendientes, malditas pendientes que debía atravesar con una bici de tan sólo seis cambios (un solo plato y seis piñones). Pedaleé duro, como cuando hice los Siete Lagos, pero con una pendiente que no era más empinada que la del Parque Lezama. Cansado llegué a la ruta que conducía a Smolenska, lo bueno era que las pendientes habían desaparecido, la felicidad volvió a resplandecer en el camino hasta que después de haber pedaleado unos pocos kilómetros desapareció la banquina, los camiones abundaban y no bastaba circular por la línea blanca para evitar el atropello. Antes de que me pasen por encima decidí frenar y regresar hacia atrás, al lugar donde había banquina, me puse a buscar otra ruta en el mapa y había una a 10 kilómetros de ahí atravesando unos caminos internos. No sabía si la nueva ruta iba a tener o no banquina, pero me mandé igual, atravesé calles extrañas y llenas de pozos para conectar una ruta con otra y los monoblocks soviéticos eran el único paisaje, bloques de piedra que tapaban a un sol naranja que comenzaba a esconderse a eso de las 9 de la noche, pero con la suerte de que en el verano ruso el atardecer es paulatino y dura hasta las 11.


Como por arte de magia llegué a la otra ruta, que sí tenía una banquina aunque bastante pequeña, lo que sí, a unos 2 metros de la ruta había un camino peatonal que me resultó mucho más cómodo para poder pedalear sin tener que estar atento al tránsito. No sabía a donde iba a dormir esa noche, quizás en las mesas de una estación de servicio o directamente no iba a dormir.

Finalmente llegué a un centro comercial donde pude sentarme en las mesas de un McDonalds y chquear donde podía llegar a pasar la noche, estaba muy cansado y realmente no quería dormir sobre una mesa, empecé a buscar en internet y encontré un hostel a 2 kilómetros regresando por la ruta en la que vine. Allí me dirigí, costó encontrarlo pero finalmente llegué. Como era de esperar, los de la recepción no hablaban otro idioma que no fuera ruso, una chica que estaba parando ahí sabía un poco de inglés y me vino a ayudar, pero esa traducción sólo sirvió para decirme que en el hotel no aceptaban a extranjeros, algo que me había sucedido varias veces en China y que esta vez comenzaba a pasarme en Rusia. Insistí y rogué, pero nada, me terminaron mandando a otro hostel que me marcaron en el mapa, estaba a 3 kilómetros regresando por la misma ruta, o sea que en total iba a perder 5 de los kilómetros recorridos. Este hostel estaba a unas 10 cuadras de la ruta, en un barrio todo obscuro con calles poco asfaltadas y el ladrido de los perros era la música de fondo. La calle por la que me mandaba el mapa se terminó, otra vez lo mismo, volví a putear, como hice en la tarde y retome por otro lado, lo hice caminando, ya no quería pedalear más… a lo lejos vi una casa con luces violetas en las paredes, aparentaba ser un prostíbulo más que un hostel, pero mientras hubiese una cama para dormir me conformaba.

Llegué y había dos personas en la puerta, les indiqué con señas que quería quedarme, me hicieron entender que no, moviendo el dedo índice hacia los lados. Insistí e insistí, mientas por dentro pensaba por qué no había traido la carpa. Saqué el celular y en el traductor les escribí que no hablaba ruso, que era argentino, que venía en bicicleta y que necesitaba un lugar para dormir. Siguieron diciéndome que no, recurrí al humor como herramienta infalible y les escribí en el traductor lo siguiente: “menos mal que existe la tecnología para que podamos entendernos, sino estaría peor que Argentina en la Copa del Mundo”, parece que eso los aflojó un poco y me preguntaron si mí idioma era “spanski” (español). Les dije “da” (“sí”) y me dijeron “minuto”, que por suerte se dice igual en ambos idiomas.

Esperé ese minuto y se acercó la esposa del dueño, Julia, que había estudiado español en la universidad de Moscú y había viajado varias veces a Barcelona, sólo vino para decirme que no podía quedarme en ese lugar, porque la ciudad estaba sitiada y no se podían recibir extranjeros ya que era una zona de fábricas militares y que ahí en ese hostel se quedaban los obreros que venían de otras partes. Estaba jugadísimo, insistí sin parar y les rogué que por favor me dejaran quedar ahí, que era una sola noche y que me iba cuando ellos me decían, tanto insistí que finalmente me terminé quedando.

Me pidieron que sea sólo por esa noche y que lo hacían como excepción Dejé la bici en un cuarto, le saqué todo el equipaje y me mandaron a una pieza con seis camas, pero donde iba a dormir yo solo. El estilo soviético resplandecía en los colores grises de las paredes, las camas con elástico de alambre y la foto de Stalin colgada en la oficina administrativa. El dueño del hotel me pidió el pasaporte y el FAN ID, que funcionaba como tarjeta de entrada Rusia, escaneó las dos cosas y me cobró la suma de 1.500 rublos (25 dólares).

Lo primero que hice fue pegarme un baño, volví al cuarto y me golpearon la puerta, era el dueño invitándome a comer, le dije que era vegetariano y me sirvieron un plato de papas hervidas con kétchup, una rodaja de pan y un chocolate que me dijeron que era para el té, un té rojo riquísimo.  Estábamos en la mesa junto al dueño del hotel, su esposa Julia estaba en la cocina, una relación puramente machista. Apareció otro ruso y luego un bielorruso que trajo un vino de su país y que insistió para que lo pruebe, tal era la insistencia que tuve que degustarlo y resultó ser más rico de lo que esperaba, en verdad estaba buenísimo.  

Si bien la conversación era imposible de llevarse a cabo, sólo usando el traductor de Google o mediante Julia, ellos insistían en querer hablarme y yo también quería saber más de la vida que llevaban, pero sólo me hacían preguntas y evitaban responder lo que yo les consultaba. No duré tanto en la mesa, estaba cansado de los 57 kilómetros pedaleados y me fui a dormir para continuar la aventura al día siguiente.













Podés ver el video en el siguiente link:

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